mayo 14, 2011


LA LITERATURA HECHA MÚSICA

La relación de literatura y música ha sido y es una de las más antiguas y fructíferas colaboraciones que se producen entre distintas manifestaciones artísticas. Inicialmente, las artes no cumplían funciones específicamente estéticas ni poseían un ámbito disciplinar propio, sino que tuvieron más bien una función pragmática, ya que eran instrumentos, herramientas que posibilitan una construcción. La música,  servía para que se grabaran en la memoria de los miembros de cada comunidad los valores morales, las pautas y normas que organizaban la vida y la convivencia de los pueblos. Canciones y rimas se emplearon primeramente para que se recordaran los comportamientos de los personajes modélicos y ejemplares que servían de modelos de identificación de los valores propios y para que se aprendieran normas de conducta que garantizaban la supervivencia personal y el funcionamiento de los diferentes grupos. Cuando el ser humano sintió la necesidad de expresarse y hacer oír sus sentimientos, utilizó movimientos del cuerpo acompañados de sonidos que progresivamente se fueron enriqueciendo con ritmo, melodía y finalmente con palabras. Haciendo un breve repaso por la historia de la literatura, sea cual sea la lengua a la que pertenezca, se aprecia que, antes de ser escrita, existe una importante tradición de literatura oral, cuentos, historias y leyendas que se han transmitido de generación en generación a través de los tiempos.

Pese a esta estrecha relación inicial, música y literatura evolucionaron por caminos diferentes hasta llegar a establecerse de forma independiente y autónoma, cada una con sus propias características, géneros y autores. Por fortuna, y al igual que el cine o la televisión, la música es otra de las artes que en los últimos años ha vuelto sus ojos a la literatura para ofrecer versiones, adaptaciones incluso traducciones de textos literarios. En este caso, la labor es más difícil, pues el tiempo para tratar de reproducir el contenido o mensaje del texto literario es muy limitado mientras que en el cine se cuenta con dos o tres horas para el mismo fin. El cine por su parte prefiere narrar, contar historias como en las obras en prosa, la música se centra en la estética, la metáfora y la brevedad de la poesía. Es por esto que se logra captar y relacionar, la música y la literatura ya que a través de ellas, se puede evidenciar una identificación de culturas y movimientos, que proporcionan encanto en el mundo real, por lo tanto se hace pertinente establecer contactos con el cine y la pintura, donde los vasos comunicantes se hacen más amplios y fluidos al verse con claridad el mundo real convertido en arte.

mayo 10, 2011

De la lectura y sus fantasmas

Muchachos ahí les va una reflexión mía en relación con la creación de un cuento. Dado mi saber limitado con estas cosas tecnológicas hasta ahora publico, gracias a Laura. Espero haya comentarios...


De la lectura y sus fantasmas


Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas… Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me  justifica… Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro sino del lenguaje o la tradición…Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar…Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.

Borges y yo, fragmento.

Un buen cuento está elaborado de manera tal, que su mística calidad tiene la potencia de atrapar fulminantemente a sus lectores. Y hay que decir, como Restrepo, que si los autores administran sus plumas gobernados como por un íntimo extraño –que habita en ellos simultáneamente–, nosotros, los lectores, no contamos con menor indulgencia. 

Podría decirse que el escritor se deja interesar por un tema que no le comporta familiaridad alguna de manera racional, pero que es como un viejo rezago fantasmal que, abrupto, irrumpe en su existencia para avisarle de una posibilidad inimaginada; recuerdo este que habita como en un otro al que desconoce meridianamente y que, no obstante, el escritor estaría dispuesto a reconocer como propio en cualquier trazo creativo. Mientras que el escritor se desgaja de lo que lo rodea, el condolido lector (sí porque, dicho sea de paso, a un lector indolente el más bello texto literario no le reportará más que insípida información) pondera la manera que el autor eligió para ganarlo, sopesa la proposición duradera que, al decir de Restrepo, le resuena al lector como la urgente arremetida de un fantasma: de un fantasma personal que lo acusa inusitadamente de que hay algo suyo en el cuento que lo atrapa.
Y aunque tenerlas no significa crear cuentos, las ideas raramente más cercanas al artista lo “sobrepasan infinitamente” –como dijera Rilke de sus Elegías del Duino (2010, 27) –, puesto que hay en ellas un algo inexcusable que se apodera misteriosamente de él y que se representa en el cuento de manera inasible pero redentora, pues para conquistarlo, es insalvable vencer su casi virginal condición: la de descubrir su velo, y avistar lo que atesora. Parece que las ideas interiormente extrañas –pero ciertas– no superan a las exteriores. Hay una voz… una voz inextricable que clama desde el intestinal apremio: su dictado doblega al artista con la caprichosa voluntad de ser escrito con finura, sus sentencias sobrevienen implacables; y no menos sucede con el lector: lo afana un incógnito padecimiento, lo culpa un indescifrable sentimiento de identificación.

Así, la acción constitutiva de la lectura se alcanza una vez el lector se relaciona con el texto literario, lo complementa, lo completa y, además, se deja afectar por él. Así, se logra una elaboración de sentido que vincula al sujeto en tanto lo conmueve; en tanto lo pone de cara a un asunto propio quizá por él desconocido y, por qué no, en tanto lo concita a la creación de una nueva interpretación que lo allegue a inéditas significaciones. Este proceso por supuesto que le permitiría al lector una afectación de su personalidad. Afectación que, en todo caso, le será apenas insinuación, porque quien finalmente elige el riesgo de renunciar a lo que él es y transformarlo o continuar con su vida tal como está, es el lector. La ignorancia puede ser una forma de vida y la obstinación también; la lectura puede surgir como impactante y desestabilizador acontecimiento después del cual el sujeto, arrojado a la duda y desprovisto de toda seguridad, arrostra la posibilidad de un nuevo vivir.
Podría decirse que la composición es un momento posterior y no menor al de acoger el germen que dará su fruto en una narración, después de haber depurado lo más éxtimo, y de haberle dado lugar a lo más extrañamente irresistible de lo íntimo. Para Restrepo como para Cortázar, lo definitivo no está en el tema escogido, sino en el tratamiento literario que se le grabará a dicho tema.
Es lo más importante para un autor saberse escuchar; y saberse gobernar por eso que escucha de sí mismo: que es, generalmente, el arrebato producido por una excitación que no es ajena y que, sin embargo, desconoce. La ensoñación y el delirio constituyen también el límite infranqueable de un sujeto poético que se apresta, inerme, a la resolución estética de sus combativas e invencibles compulsiones internas.

Michael Parada Bello


BIBLIOGRAFÍA


ü  RESTREPO, Elkin, 2007, Conferencia Lo que el espíritu trae de sus viajes, Medellín.
ü  RILKE, Rainer María, 2010, Elegías del Duino, Ed. Universidad de Antioquia, Medellín.
ü   BORGES, Jorge Luis, 1998, El Hacedor, Alianza Editorial, Madrid.

mayo 01, 2011

El teatro y la Literatura

Hace ya varias clases realizamos un ejercicio con la leyenda de María Angula y mencionamos algunas posibles actividades para realizar en el aula con dicho texto. Tomando como referencia nuevamente a Luis Bernardo Yepes Osorio y sus estrategias de promoción de lectura, se me ocurre pensar en el teatro como un género que acerque y convoque al interés por las lecturas literarias, pero sin quedarnos únicamente en el campo del dramatizado, tan común y tan corriente en la escuela, sino darle más prioridad a la lectura grupal y en voz alta de una obra de teatro; esto permite, a mi parecer, el aprendizaje de las marcas textuales de los argumentos y la importancia de leer cada una de ellas: puntuación, admiraciones, exclamaciones, cursivas, mayúsculas, entre otras, algo también muy importante y muy olvidado en la escuela. 
Pensando ahora en el teatro llevado a las tablas, y en todo lo bello que éste nos puede ofrecer como espectadores, es también una posibilidad para que los estudiantes se acerquen a este género y a la búsqueda y reconocimiento de autores, temáticas y personajes.
A continuación, les presento un ejemplo de lo anterior con una puesta en escena sobre la poetisa Sylvia Plath, en una obra llamada La Chica que quería ser Dios...(que, por cierto, es una de las mejores obras que he visto en la ciudad)



Ahora, como en el teatro, les paso la voz a ustedes para que opinen y participen sobre este y otros géneros literarios abordados en las aulas de clases...

Publicado por Laura Giraldo García

abril 29, 2011

Mi Tesis Preescolar - Motivación Liderazgo y Coaching con Sabiduría de Niño

ESPERO LES GUSTE TANTO COMO A MI, ESTE VÍDEO LO COMPARTIÓ CONMIGO UNA GRAN AMIGA Y QUIERO QUE USTEDES LE DEN SU VISTO BUENO Y VALORACIÓN DESDE SU PERSPECTIVA COMO DOCENTES.
NO IMPORTA QUE SE TRATE DEL PREESCOLAR, LO VALIOSO ES LA ESENCIA DE LOS MENSAJES QUE AQUÍ SE MUESTRAN Y COMO APLICAN PARA LA VIDA DE TODOS...


Letra y Música de: Guillermo Echevarría


Publicado por: Jhon Jairo Múnera Arboleda

marzo 31, 2011

Rutina. Un poema de Héctor Abad Faciolince

Sigamos compartiendo lecturas. 

El presente es uno de los poemas que más me gusta; es tan real y tan sincero que me atrapa, y cuando lo leo pienso en esa rutina, esa incontrolable rutina en que se va convirtiendo nuestra vida; una rutina en la que tal vez ya muchos maestros han caído y, simplemente, no se dan cuenta, no lo perciben, no lo sienten. La vida pasa plana y con ello se van disolviendo los sueños, los ideales y las esperanzas de una sociedad más habitable y menos traumática...


A Ricardo Bada

Esa felicidad,
esa seguridad
de repetir los mismos gestos cada día.
Exprimir las naranjas,
preparar el café,
tostar las rebanadas
de pan,
untar la mermelada.
Darle a la vida
el ciclo regular de los planetas,
acostarse a las once,
levantarse a las seis,
sentir que cae el agua
tibia, plácida,
encima de tus hombros,
usar siempre
el mismo jabón, el mismo champú,
la misma loción
–la que usaba tu padre–.
Protestar por lo malo
que se ha vuelto el periódico,
el de toda la vida,
el pan de cada día,
y volver a comprarlo
con ese mismo asco resignado
de tener que cagar
una mañana sí y otra también.
Usar siempre los mismos
viejos zapatos que se parecen
más a ti que tus pies.
Vestirte
con el eterno azul
que te vuelve invisible,
felizmente invisible.
Sentir que tú eres tú,
que yo soy yo.
Ir a los mismos sitios,
comer las mismas cosas,
jueves frisoles,
lunes pescado,
sábados arroz...
Visitar a tu hermana todos los veranos
y pensar que envejece,
pero decirle siempre que no cambia,
que no cambie.
Recordar a los muertos
en cada aniversario;
enviar tarjetas cursis
en cada cumpleaños.
Planear de nuevo el viaje
que nunca emprenderemos.
No poder soportar
que ya no haya tranvía,
que hayan movido
la parada del bus
a la otra manzana,
que hayan quebrado los ferrocarriles,
que nadie escriba cartas
y haya que adaptarse
al correo electrónico,
tan vulgar, tan urgente,
la vida un permanente
telegrama.
Resistirse a llevar en el bolsillo
un teléfono,
detestar que el dinero
sea de plástico
y no de plata, de oro o tan siquiera
de papel.
Que el mismo corte de pelo
te lo haga siempre el mismo peluquero,
que tengas siempre gripa por enero,
que el primero
y el quince
llegue la quincena.
Desayunar trancado,
almorzar abundante,
cenar poco,
quejarse de la gota, de la bilis,
de la memoria y de la digestión.
Creer que nunca sueñas.
Recordar ese chiste
de tu única esposa:
“Aquí se picha los viernes
estés vos o no estés vos”,
y hacer hasta lo imposible
cada viernes
por encaramarte en ella
con ganas o sin ganas
porque l’appetito vien mangiando
como dicen en Turín.
Negar que eres un soso,
un rutinario
con el verso aprendido de un amigo:
“La vida se soporta
tan doliente y tan corta
solamente por eso”.
Caminar por la calle ensimismado,
ausente de este mundo,
rumiando en tu cabeza
historias, frases, viajes, desventuras,
crímenes, adulterios, melodramas, incestos,
abortos, heroínas, traiciones, sacrificios,
saber que todo drama
está en tu calavera,
que la gran aventura
ocurre en las paredes de tu cráneo,
que nunca habrá más grande sensación
(orgías, drogas, sueños)
que aquello que imaginas.
Que la vida consiste en perdonarnos
las ofensas que hacemos,
los gestos que no hicimos,
los silencios cobardes,
los fingidos afectos,
las mentiras.
Y escribir cada día,
ganar la lotería
de al menos una frase
que nadie ha dicho nunca,
tener un pensamiento
que todos han tenido,
pero decirlo bien
con todas las vocales,
con todos los sonidos,
con todos los sentidos.
Lograr que la aventura de tu vida
esté en las páginas que escribes,
en los ojos que ahora
pulen un heptasílabo,
quitan o ponen una coma, una tilde, un acento,
en los ojos que ahora se detienen
complacidos tal vez
o entretenidos
en un punto, este punto: .

Publicado por: Laura Giraldo García

marzo 27, 2011

UNO DE MIS CUENTOS FAVORITOS, ESPERO QUE DE USTEDES TAMBIÉN...

El corazón delator
[Cuento. Texto completo]
Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
FIN
Traducción de Julio Cortázar

Publicado por: Jhon Jairo Múnera Arboleda

marzo 24, 2011

LA FELICIDAD PERDIDA

ARREPENTIMIENTO

I
    El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen. Caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante sólo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!
    Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la Universidad. Luego, la muerte de su padre.
    Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera sólo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.
    ¡Y aún si la vida tuviera encantos! Desde que nació no hizo nada. No tuvo aventuras, ni grandes goces, ni éxitos, ni satisfacciones de ninguna especie. Nada, no había hecho nada; su vida se redujo a levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a horas fijas. Y así pasó en este mundo sesenta y dos años. Ni siquiera se había casado, como la mayor parte de los hombres. Por qué? ¿por qué no se había casado? Pudo hacerlo, pues tenía bastante renta para mantener una familia. ¿Tal vez no se le había presentado la ocasión?... Acaso. Pero se buscan las ocasiones. Era un poco negligente, abandonado…Eso fué la causa de todo: su daño, su defecto, su vicio. ¡Cuántas gentes malogran su vida por abandono! ¡Es tan difícil para ciertas naturalezas moverse, agitarse, hablar, insistir!
    II
    Nadie le había querido. Ninguna mujer durmió sobre su pecho en completo abandono de amor. Desconocía las deliciosas angustias del que aguarda, el divino estremecimiento de una mano sintiendo la opresión de otra, el éxtasis de la pasión triunfante. ¡ Que dicha sobrehumana debe de inundar el corazón cuando los labios de dos bocas se acarician por primera vez, cuando cuatro brazos, oprimiéndose, forman de dos seres uno solo, un ser inmensamente feliz, un alma de dos almas, ansiosas la una de la otra!
    El señor Saval se había sentado junto a la chimenea, envuelto en su bata.
    Ciertamente su vida estaba frustrada, en absoluto frustrada. Sin embargo, una vez tuvo un amor; había querido a una mujer secretamente, dolorosamente y descuidadamente, como lo hacía todo. Sí, había querido a su amiga la señora de Sandres, mujer de un antiguo camarada. ¡Oh, si la hubiese conocido soltera! Pero la conoció tarde, cuando ya estaba casada. El también se hubiera casado con aquella mujer que le inspiró amor desde el primer instante, y a la cual siempre quiso.
    Recordaba sus emociones de cada vez que la veía, sus tristezas de cuando se apartaba, las veces que no pudo en toda la noche descansar pensando en ella.
    Por la mañana se sentía menos apasionado que por la noche. ¿Qué motivo habría?
    ¡Qué bonita, qué rubia, qué rizada era en sus años floridos! Sandres no era el hombre que aquella mujer necesitaba. Sin embargo, a los cincuenta y ocho años ella parecía dichosa.
    ¡Oh, si le hubiera querido en otro tiempo! ... ¡Si le hubiera querido! Y ¿quién sabe si le había querido?
    Si hubiese adivinado aquel amor profundo... Y ¿quién sabe si lo adivinó alguna vez? Y si lo adivinó, ¿qué pensaría entonces? Y si él hablara, ¿qué hubiese contestado ella?
    Y Saval se hacía mil preguntas más, reviviendo su pasado, interesándose por buscar y recoger una porción de sucesos insignificantes.
    Recordaba las horas que pasaron en casa de Sandres, jugando a las cartas, cuando la mujer era bonita y joven.
    Y recordaba cuantas palabras le había dicho ella y las entonaciones que usó para decírselas; recordaba las mudas sonrisas que significaron tantas cosas.
    Recordaba los paseos de los tres a la orilla del Sena, los almuerzos campestres en domingo siempre, porque Sandres estaba empleado en la Subprefectura. Y de pronto le sorprendió la imagen clara de una hora pasada con ella en un bosque, junto al río.
    III
    Habían salido por la mañana, llevando sus provisiones en paquetes. Era un día de primavera, uno de esos días en que hasta el aire embriaga. Todo estaba perfumado y brindando goces.  Los pájaros cantaban mejor y volaban con más ligereza.
    Hablan comido sobre la hierba y a la sombra de un sauce, cerca del agua adormecida por el sol. El aire tibio, impregnado en perfumes de savia, se respiraba co delicia. ¡Qué dulzuras las de aquel día.
    Después de almorzar, Sandres se había dormido al pie de un árbol.
    —El mejor sueño de su vida—según dijo cuando despertó.
    La señora de Sandres, del brazo de Saval, paseaba por la orilla del río.
    Apoyándose mucho en él, reía diciendo:
    —Estoy un poco borracha, bastante borracha.
    Saval, mirándola fijamente, sentía estremecimientos y palpitaciones; palidecía, temiendo que sus ojos no se mostraran con exceso atrevidos, que un temblor de su mano revelara su secreto.
    Ella se había hecho una corona con flexibles tallos y con lirios de agua, y le preguntó:
    —¿Le gusto a usted así?
    Como él no contestó nada—no se le ocurría nada que contestar, y más fácil hubiérale sido caer a sus píes de rodillas—, ella soltó la risa, una risa casi burlona y despechada, gritándole:
    —¡Tonto, más que tonto! Hable usted al menos.
    El estuvo a punto de llorar, sin que acudiese ni una sola palabra en su ayuda.
    Y todo esto lo recordaba como el primer día.
    ¿Por qué le había dicho ella: «Tonto, más que tonto! Hable usted al menos?»
    Recordaba de qué modo, con cuanta dulzura le oprimía, apoyándose en él. Y al inclinarse para pasar por debajo de un árbol de ramas caídas, la oreja de la señora Sandres había rozado la mejilla del señor Saval, ¡su mejilla!, y él había retirado la cabeza con un movimiento brusco para que no creyera ella voluntario aquel contacto.
    Cuando él dijo: «¿Le parece si es hora de que volvamos?», ella le arrojó una mirada singular. Cierto; le miró entonces de un modo extraño. De pronto no lo tomó en cuenta y al cabo de los años lo recordaba minuciosamente.
    Ella le había dicho:
    —Como usted quiera; sí está usted cansado ya, Volveremos.
    Y él había contestado:
    —Yo no me fatigo, señora; pero es posible que Sandres haya despertado.
    Y ella replicó, encogiéndose de hombros:
    —Si teme usted que haya despertado mi marido, es otra cosa; volvamos.
    Al volver ella silenciosa, ya no se apoyaba en el brazo de su amigo. ¿Por qué?
    Este «porqué» no había encontrado respuesta y era una preocupación constante. Al cabo de los años, el señor Saval creyó entrever algo que no había entendido nunca.
    Acaso ella...
    IV
    Ruborizándose, se levantó conmovido, emocionado, como si treinta años antes hubiera oído en labios de la señora Sandres un «¡te quiero!»
    ¿Sería posible acaso? Esta sospecha que despertaba en su espíritu le torturó. ¿Era posible que a su tiempo no viese, no adivinase nada?
    ¡Oh, si eso fuera cierto, si hallándose tan cerca de la dicha no hubiera sabido aprovecharla!
    Se resolvió. Le ahogaban las dudas. Quería saber la verdad. ¡La verdad!
    Se vistió de prisa, de cualquier modo, pensando:
    «He cumplido sesenta y dos años; ella tiene cincuenta y ocho. Bien puedo permitirme la pregunta.»
    Y salió.
    La casa de Sandres estaba en la otra acera de la misma calle, casi frente a la casa de Saval.
    La criada se extrañó de verle tan temprano.
    —¡Usted por aquí a estas horas, señor Saval! ¿Ha ocurrido algo?
    Saval contestó:
    —Nada, hija mía. Pero di a la señora que necesito hablar con ella lo antes posible.
    —La señora está en la cocina preparando confituras para el invierno y no está presentable para visitas, como usted puede suponer.
    —Bueno; dile que necesito hacerle una pregunta importante.
    La muchacha se fue y Saval recorría el salón con pasos nerviosos. Se sentía desligado, resuelto en semejante ocasión. ¡Oh! Iba entonces a preguntarle aquello como le hubiera preguntado por una receta de cocina. ¡Tenía ya sesenta y dos años!
    Se abrió la puerta y entró la señora. Era ya una matrona muy abultada, con las mejillas redondas y la risa fácil y sonora. Su gordura no le permitía fácilmente acercar los brazos al talle y elevaba los brazos desnudos y salpicados de almíbar. Al entrar pregunto con inquietud:
    —¿Qué le ocurre a usted, amigo mío; está enfermo?
    Y él respondió:
    —No estoy enfermo, amiga y señora; pero me escarabajea una duda, para mí de mucha importancia, que me oprime el corazón, y vengo a que usted me la resuelva. ¿Promete contestarme con sinceridad?
     Ella sonrió, diciendo:
     —He sido siempre muy sincera. Pregunte.
     —Pues ahí va. Yo he vivido enamorado, queriendo a usted siempre, desde que la vi por vez primera. ¿Usted lo sospechaba?
     Ella contestó, riendo, con algo de la ternura que impregnó en otro tiempo sus palabras:
     —¡Tonto, más que tonto! Lo conocí desde el primer día.
     Saval, temblando, balbució:
     —¿Usted lo conocía? Entonces...
     Y se contuvo.
    Ella preguntó:
     —Entonces... ¿qué?
    Saval, decidiéndose, continúo:
     —Entonces, ¿qué pensaba usted? ¿Qué..., qué..., qué me hubiera contestado?
    Ella, riendo mucho, mientras una gota de almíbar se deslizaba por sus dedos, le dijo:
     —Como usted nada preguntó...¡No era cosa de que yo me declarase!
     Avanzando hacia ella, Saval insistía:
    —Dígame, dígame... ¿Recuerda usted una tarde, cuando Sandres se durmió sobre la hierba, después de almorzar, y nos fuimos juntos, del brazo, lejos?...
    Se detuvo. La señora no dejaba de reír, mirándole fijamente a ojos.
    —¡Vaya si me acuerdo!
    Saval prosiguió, estremeciéndose:
    —Pues, bueno; si aquel día yo hubiera sido..., yo hubiera sido... más osado..., ¿qué hubiera hecho usted?
    Ella, sonriendo como una mujer dichosa, que no tiene de qué arrepentirse ni desea nada, respondió francamente, con voz clara y una punta de ironía:
    —Hubiera cedido seguramente.
    Y dejándole plantado volvió a cocina.

    V
   
    Saval salió a la calle aterrado como después de un desastre. Andaba como impulsado por un instinto en dirección al río, sin pensar a dónde iba, mojándose, porque llovía mucho. Su traje chorreaba; su sombrero, deformado. parecía un canal. Y andaba sin descanso hasta llegar al sitio donde almorzaron aquella mañana. El recuerdo lejano le torturaba el corazón.
    Se sentó al pie de los árboles, desnudos ya de hojas, y lloró.

De: Guy de Maupassant

Publicado por: Jhon Jairo Múnera Arboleda y Marcela Carmona

marzo 22, 2011

¿Cómo va nuestro proceso de formación en Didáctica de la lengua y la literatura II?

Los invito a reflexionar acerca del desarrollo de nuestro primer eje temático y su eje problémico... (El abordaje de la literatura como objeto de estudio)

¿Cómo son asumidos los paradigmas que orientan la formación en literatura en el marco de la política educativa nacional?

Sandra C.